Había una vez unos leñadores muy
pobres que tenían siete hijos, todos ellos varones. El más joven de todos, que
era también el más astuto, nació muy pequeño, del tamaño de un pulgar, y por
eso todos le llamaban Pulgarcito.
Una noche Pulgarcito oyó hablar a
sus padres de la difícil situación en la que se encontraban ya que apenas
ganaban lo suficiente para alimentar a sus siete hijos. Pulgarcito se
entristeció mucho al oír a sus padres, pero rápidamente se puso a darle vueltas
a la cabeza para encontrar una solución.
A la mañana siguiente, reunió a
sus hermanos en el pajar y les contó lo que había oído.
- No os preocupéis, yo os diré lo
que haremos.
- ¿Ah sí? ¿El qué? - dijo el mayor,
que era un poco incrédulo.
- El próximo día que vayamos al
bosque a recoger leña con madre y padre nos esconderemos y cuando se harten de
buscarnos y vuelvan a casa saldremos y emprenderemos un viaje en busca de
riquezas y oro.
- Pero, ¿y si nos perdemos en el
bosque? De noche está muy oscuro… - dijo el más miedoso.
- No te preocupes. Iré dejando
caer miguitas de pan a lo largo del camino así, cuando queramos volver a casa
sólo tendremos que seguirlas.
La idea convenció a los siete y
prometieron guardar el secreto.
Esa misma tarde los padres les
dijeron que necesitaban que les ayudaran a recoger ramas en el bosque. De modo
que siguieron el plan establecido y cuando sus padres se cansaron de buscarlos
y se fueron a casa, creyendo que habían vuelto allí, salieron de sus
escondrijos.
Pero la noche cayó antes de lo
esperado y se levantó una tormenta tremenda. Algunos empezaron a impacientarse
y decidieron que lo mejor era volver a casa. Pero… ¡qué sorpresa tan
desagradable cuando Pulgarcito miró al suelo! Las migas no estaban. Sólo había
un par por detrás de él y del resto nada. Se las habían tenido que comer los
pájaros, no había otra explicación.
Rápidamente Pulgarcito se subió a
un árbol para tratar de divisar algún lugar al que dirigirse y logró distinguir
una luz.
- ¡Veo una casa! ¡Iremos por
allí!
Así que los niños continuaron
andando durante horas hasta que lograron llegar a aquella casa. Estaban
empapados y muertos de hambre. Una mujer les abrió la puerta.
- Buena mujer, somos siete niños
que se han perdido y no tenemos adónde ir. ¿Podría dejarnos pasar?
- Pero, ¿no sabéis quién vive
aquí?
Los niños negaron con la cabeza y
la mujer les explicó que esa era la casa del ogro, su marido, y si los veía no
se lo pensaría dos veces y los echaría a la cazuela. Pero los niños estaban tan
exhaustos que no les importó y pidieron a la mujer que por favor les dejara
pasar. Al final accedió, les dio de cenar y los escondió bajo la cama.
En cuanto llegó el ogro a casa
comenzó a gritar.
- ¡¡Huelo a carne fresca!!
Los niños estaban temblando bajo
la cama rezando porque no mirase allí, pero el malvado ogro los encontró. Quiso
comérselos en ese mismo instante pero su mujer logró convencerle de que lo
dejara para el día siguiente ya que no había ninguna prisa y tenían comida de
sobra.
Se acostaron a dormir en la misma
habitación en la que dormían las siete hijas de los ogros y Pulgarcito observó
que cada una de las niñas llevaba una corona de oro en la cabeza.
Cuando todo el mundo dormía
Pulgarcito tuvo una de sus ideas. No se fiaba de que el ogro cambiara de
opinión y se los quisiera comer en mitad de la noche, así que por si acaso, les
quitó a las niñas las coronas y las puso en las cabezas de sus hermanos y en la
suya.
Efectivamente Pulgarcito tuvo
razón, y en mitad de la noche el ogro entró en la habitación.
- A ver a quien tenemos por aquí…
¡Uy no, estas no! ¡Estas son mis hijas!
Así que gracias a la corona el
ogro se comió a sus hijas creyendo que eran Pulgarcito y sus hermanos.
En cuanto salió de la habitación
y lo oyó roncar, Pulgarcito despertó a sus hermanos y se marcharon de allí
corriendo.
A la mañana siguiente el ogro se
dio cuenta del engaño y se puso sus botas de siete leguas para encontrarlos.
Estuvo a punto de cogerlos, pero los niños lo oyeron llegar y se escondieron
bajo una piedra. El ogro, acabó agotado de tanto correr en su búsqueda así que
se sentó en el suelo y se quedó dormido. Salieron de su escondite y Pulgarcito
ordenó a sus hermanos que volvieran a casa.
- No os preocupéis por
mí. Me las apañaré para volver.
Con mucho cuidado Pulgarcito le
quitó las botas de siete leguas al ogro, se las calzó, y como eran unas botas
mágicas que se adaptaban al pie de quien las llevara puestas, le quedaron
perfectas. Con ellas se fue directo a casa del ogro.
- Señora, vengo de parte del
ogro. Me ha dejado las botas de siete leguas para que viniese lo antes posible
y os pidiese auxilio. Unos ladrones lo han atrapado y dicen que lo matarán
inmediatamente si no les dais todo el oro y plata que tengáis.
La mujer se lo creyó todo y
entregó a Pulgarcito todo el oro y plata que tenían. Cargado de riquezas volvió
a casa y sus padres y hermanos lo recibieron con los brazos abiertos. Desde
entonces ya nunca más volvieron a pasar necesidad.
Aunque hay quien dice que la
historia no acabó en realidad así, y afirman que Pulgarcito una vez tuvo las
botas del ogro fue a hablar con el Rey. Pulgarcito había oído que el Rey estaba
preocupado por su ejército, ya que se encontraba a muchas leguas de palacio y
no había recibido ninguna noticia suya. Así que le propuso convertirse en su
mensajero y llevarle tantos mensajes como necesitara. El Rey aceptó y
Pulgarcito estuvo desempeñando durante un tiempo este oficio, tiempo en el que
amasó una buena fortuna. Cuando hubo reunido suficiente volvió a casa de sus
padres y todos juntos fueron muy felices.
Autor: Charles Perrault.
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